Este es el verdadero origen de la palabra científico

La palabra apareció en un libro de Juan de Mena en el siglo XVI y fue popularizada por William Whewell en el XIX. La primera persona descrita por ella fue Mary Somerville

Cuando Mary Shelley escribió «Frankenstein» (1818), una novela que advierte proféticamente sobre los peligros de llevar la ciencia demasiado lejos nunca utilizó la palabra «científico» para describir a su héroe, a Víctor Frankenstein. Sencillamente, porque todavía no había sido acuñada.

El vocablo ciencia deriva del latín scientia, que significa «saber» o «conocimiento». Por eso, se emplea para designar todo el conocimiento que es objetivo y verificable, que se adquiere a partir de la observación, del estudio y la práctica, y que está regido por una serie de principios y leyes.

Durante siglos la ciencia progresó por la interacción de dos grupos de profesionales: los artesanos y los filósofos de la naturaleza. Los artesanos, dentro de los cuales se englobarían los comerciantes, constructores, navegantes…, resolvían necesidades sociales aplicando la técnica, la heredera directa de la experiencia.

Por su parte, los filósofos de la naturaleza aportaban la parte teórica, a través de sesudos razonamientos extendían el imperio de la verdad irrefutable y lo alejaban de las sombras de la intuición.

Mary Somerville, «el primer científico»

En el siglo XIX brilló con luz propia Mary Somerville (1780-1872), escritora, erudita, amiga de los principales filósofos de la naturaleza del momento y divulgadora de la ciencia.

Para que comprendamos la valía intelectual de esta mujer dos apuntes biográficos: fue tutora de Ada Lovelace –la hija de lord Byron– y perteneció al grupo de astrónomos que predijeron la existencia de Neptuno, a partir de la observación de perturbaciones en la órbita de Urano.

Como en aquel momento la expresión «filósofo de la naturaleza» tan sólo podía ser utilizada para el género masculino, de ninguna forma Somerville podía ser considerada un «filósofo de la naturaleza». Para poder afinar en este litigio lingüístico fue precisa la intervención del teólogo inglés William Whewell (1794-1866), un hombre polifacético y excepcional.

El arte de inventar palabras

A lo largo de su dilatada trayectoria científica –además de clérigo fue profesor de geología– trató de poner candados a la terminología relacionada con la ciencia. Fue un versátil inventor de palabras, una verdadera máquina filológica, de las muchas que acuñó destaca especialmente una: «scientist» –científico–. Corría entonces el año 1833, 15 años después de la publicación de «Frankenstein».

Whewell justificaba de esta forma la necesidad de crear este vocablo: «Necesitamos un nombre para describir a quien cultiva la ciencia en general. Me inclinaría a llamarlo científico. Así podríamos decir que, tal y como un artista puede ser un músico, un pintor o un poeta, un científico es un matemático, un físico o naturalista».

A Whewell también debemos las palabras astigmatismo, físico, cátodo, ánodo, ion, electrodo o dieléctrico. Además, dio nombre a un mineral: la whewellita –oxalato cálcico hidratado-.

Los españoles, adelantados varios siglos

En cualquier caso, y pasar ser honestos a la verdad, la palabra «científico» ya existía en nuestro idioma, pero había pasado desapercibida. La primera referencia se encuentra en un libro de Juan de Mena titulado «Las trezientas» (1566), en donde se hace referencia al «científico venerable señor Yñigo López».

Más adelante, este vocablo también aparece recogido en un libro escrito por Manuel Martín –publicado en 1738– y que lleva por título: «Clamores inconsolables del agua, y sangría, contra la mala administración y vana esperanza de sus profesores». Allí podemos leer: «Cuando el científico Doleo, afianzado en las grandes indagaciones…».

Por: Pedro Gargantilla 

 

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